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Se pone un chándal. Sale de su habitación, la número 15. Baja las dos plantas que le separan de la cocina y  del salón-comedor. Café y tostadas. En sus pies pesan las ganas de poder desarrollarse, de vivir libre y tener un futuro. Pero no puede permitir que esas ambiciones le taren. Se toma el desayuno e intenta no pensar en su situación. Hace meses que no comía caliente a diario



Pero desde hace 10 días, puede. La residencia, con pensión completa, le cuesta 350 euros. Lo paga con los 400 euros que cobra desde abril por transformar informes contables a lenguaje jurídico: estudió económicas y empresariales. A pesar de estar bajo techo, los últimos días han sido especialmente difíciles. Mamen, una educadora del centro, sabe que Jorge ha estado llorando desde que llegó. El choque de lo que fue su anterior vida y lo que ha visto en la residencia, ha sido demasiado para él. Politoxicómanos, gente con trastorno dual o expresidiarios son sus nuevos compañeros. No está bien, aunque se esfuerza por adaptarse.



 



Contini decide que esta mañana dará un paseo. Se mueve lentamente y cojea un poco. En 2005 sufrió una hemiplejia de la que aún se observan las secuelas. Hace siete años, las consecuencias fueron peores. Había dejado su trabajo en Renfe al comprobar que ganaba más dinero vendiendo libros. Pero tras el ataque ya no podía visitar a la gente y perdió el contacto con muchos de sus clientes. En 2008, la crisis remató su negocio. Se quedó sin trabajo y sin ingresos. Tiró de su plan de pensiones hasta que se le acabó. Después vinieron catorce meses de impago del alquiler y el desahucio.

Un año después del desahucio

Comienza su paseo por las calles de Tetuán, saliendo de Pinos Baja número 88. Deja la mente en blanco. Quizá no quiera recordar las horas que pasó en la calle desde que le desahuciaron. La Comunidad de Madrid le pagó durante nueve meses la estancia en el hostal «Falfes», en Estrecho, pero no incluía la comida. Salía a la calle a pedir. Las primeras veces fueron duras: se inventó un alter ego porque Jorge era incapaz.

El despertador de Jorge Contini suena a las 7 de la mañana, como todos los días. No lo hace para ir a trabajar. Es sábado 10 de noviembre aunque, si fuese lunes o martes, tampoco influiría. Madruga porque en La Ventilla, la residencia para personas en peligro de exclusión social en donde vive, tiene un estricto horario. Si no, no hay desayuno. Y Contini, argentino de 57 años, ya ha perdido muchas comidas desde que el 21 de enero le desahuciaron de 2012.

Contini vuelve a las 14 horas para el almuerzo. Hay potaje. Las mesas del comedor están llenas pero la conversación es escasa y dura. Jorge siente que se ha metido en la boca del lobo. Muchos de sus compañeros han pasado por experiencias más duras que las suyas. Algunos tratan de superarlo, otros no. En el próximo mes y medio, expulsarán a dos personas por seguir bebiendo y drogándose.

Al terminar, el argentino vuelve a su habitación. Quiere repasar un monólogo que ha preparado para animar a sus compañeros. Ha intentado acercarse a esas personas que están en la navaja de Ockham. En el ambiente se respira tristeza. Pero pronto se dará cuenta de que no puede conectar con ellas. Necesitan ayuda profesional.



Jorge hace su actuación, aunque son pocas las carcajadas que arranca. Sólo hará un monólogo más antes de abandonar, aunque rehuye sentirse derrotado. Sabe que estando en el pozo hay dos opciones: intentar salir o cavar más. No va a lamentarse nunca, aunque en su fuero interno se siente impotente. Desea un giro en su vida. Obtener lo que se merece. Se va a dormir con un plan en mente. El de cada día. Seguir buscando un trabajo que le permita salir de esa residencia. El trabajo que hace ahora se acaba a final de año y sólo tiene ahorros para aguantar hasta febrero. Si no sale nada, volverá a irse a un edificio okupado.

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